Sentía un tremendo vacío en el
centro de su pecho, y razones no le faltaban, ya que este yacía hueco. No tenía
corazón. No lo tenía porque ya no estaba junto a ella. El corazón que latía en
él y le daba calor no era el suyo, sino el de ella. De esa manera, al
abandonarlo le había dejado sin corazón. Al igual que lo había hecho con muchas
más cosas. Ya no tenía el futuro que deseaba. Ya no tenía en frente a alguien
ante el que mostrarse débil. Ya no tenía lágrimas, pues en el transcurso de los
días las había gastado todas inútilmente, como un niño que le implora a su
madre un capricho pasajero, solo que él ya no era un niño y aquello no era un
capricho. Ya no tenía alma, ya que era incapaz de discernir si las decisiones
que tomaba eran buenas o malas. Ya no tenía si quiera apariencia humana. Más
bien se iba transformando en un cuervo, un cuervo albino. Por fuera entero e
incluso con buena apariencia. Por dentro destrozado por la soledad y el
abandono. Ya no tenía tampoco fuerzas para batir sus alas, ya que se mermaban
cada vez que veía un recuerdo de los dos juntos. Quizá fuera por eso por lo que
no era tampoco capaz de ver la salida de aquella jaula de espinas en la que se
encontraba.
Realmente lo único que tenía era
una tremenda incertidumbre. Un interrogante que le aplastaba como si del peso
del destino se tratase. Y nada más allá de eso, ya que por muy libre que quiera
ser un ser humano, siempre tiene definida la idea de su destino, que en el caso
de ella parecía ser la propia libertad, mientras que en el caso de él era más
bien ella.