No existe la casualidad, hay que estar ahí

lunes, 21 de julio de 2014

Lo que ya no tenía

Sentía un tremendo vacío en el centro de su pecho, y razones no le faltaban, ya que este yacía hueco. No tenía corazón. No lo tenía porque ya no estaba junto a ella. El corazón que latía en él y le daba calor no era el suyo, sino el de ella. De esa manera, al abandonarlo le había dejado sin corazón. Al igual que lo había hecho con muchas más cosas. Ya no tenía el futuro que deseaba. Ya no tenía en frente a alguien ante el que mostrarse débil. Ya no tenía lágrimas, pues en el transcurso de los días las había gastado todas inútilmente, como un niño que le implora a su madre un capricho pasajero, solo que él ya no era un niño y aquello no era un capricho. Ya no tenía alma, ya que era incapaz de discernir si las decisiones que tomaba eran buenas o malas. Ya no tenía si quiera apariencia humana. Más bien se iba transformando en un cuervo, un cuervo albino. Por fuera entero e incluso con buena apariencia. Por dentro destrozado por la soledad y el abandono. Ya no tenía tampoco fuerzas para batir sus alas, ya que se mermaban cada vez que veía un recuerdo de los dos juntos. Quizá fuera por eso por lo que no era tampoco capaz de ver la salida de aquella jaula de espinas en la que se encontraba.

Realmente lo único que tenía era una tremenda incertidumbre. Un interrogante que le aplastaba como si del peso del destino se tratase. Y nada más allá de eso, ya que por muy libre que quiera ser un ser humano, siempre tiene definida la idea de su destino, que en el caso de ella parecía ser la propia libertad, mientras que en el caso de él era más bien ella.

sábado, 19 de julio de 2014

5 días después

“Soy el reflejo de la decepción, la imagen de la soledad y lo que es peor, víctima de la impotencia.”
Esas eran las palabras que escribía mientras recordaba que a él nunca le había disgustado la soledad, y que incluso en ocasiones su alma se regocijaba cuando se hallaba en el más sereno retiro. Ahí es donde radicaba la diferencia. Había descubierto que no existía un único tipo de soledad. Nunca antes se había parado a pensar en ello, pero ahora se daba cuenta. La soledad en la que se sumía en aquel momento gozaba de una atmósfera más pesada. Era densa y le provocaba un terrible sueño que solo hacía que conducirle a las mismas pesadillas una y otra vez. En su ser no quedaba ya rastro de esperanza, y su fuerza vital menguaba a medida que las horas del día resbalaban lentamente, y es que las noches eran lo peor con diferencia. Cuando la oscuridad lo arropaba, su cabeza tendía a reflexionar, tan solo haciéndole ver el lado negativo de las cosas. Sufría delirios de odio, alimentados por la envidia que yacía agazapada en su interior y que con cierta frecuencia le hería con sus pinchos cerca del corazón, administrándole un veneno que no hacía más que dar pie a nuevos rencores. Llegados a tal punto ya no era capaz de distinguir el estado de vigilia del sueño, y menos aún de ver una salida coherente que le ayudase a escapar de aquel pozo amargo en el que se ahogaba. Su delirante mente tan solo era capaz de hilvanar planes en los que la tela de la sensatez se veía salpicada por un sinfín de agujeros. Pensaba que lo único que sabía con certeza era que cuantas más vueltas le daba al asunto, más se enredaba, como imponiéndose a sí mismo un castigo que le atormentaría hasta que perdiera la poca cordura que le quedaba.
Se le había ocurrido que escribir podría ser la mejor opción para dejar salir todo aquello que sentía de una manera sincera, pero sin correr el peligro de derrumbarse, pues las palabras que reflejaba en el papel parecían menos dañinas que las que salían de su boca. No podía evitar a la vez preguntarse qué sería de ella ¿Estaría pasando por lo mismo? Y si lo hacía ¿con que motivo? ¿Cuáles podrían ser las fuerzas que impulsan a una persona a clavarse un puñal en su propio corazón, salpicando al amado con su sangre? La casi inexistente lucidez que quedaba en la mente de él buscaba incansable las respuestas a esas preguntas, ya que durante largo tiempo fue capaz de comprender la de ella, hasta el punto de ver las cosas desde los mismos ojos de ella. Sin embargo esta última jugada le había descolocado. Le había posicionado en un jaque que él no había sido capaz de ver, y lo peor es que la estrategia para superar el golpe también se le escapaba. Lo había puesto todo de su parte pero no había sido suficiente, ya que todo dependía de ella. Recordaba aún con tristeza la última vez que se habían ido de viaje, y en el que había depositado toda la esperanza que le quedaba. También rememoraba con dolor las palabras con las que ella sentenció su destino, y que todavía hacen que su corazón se resquebraje y se le mojen las mejillas. “Los viajes no hacen milagros”. En aquel momento comprendió que lo había dado todo en la batalla, y que el sabor de los únicos frutos que recogería se parecería más al amargor de la soledad que a la dulzura de la reconciliación.