“Soy el reflejo de
la decepción, la imagen de la soledad y lo que es peor, víctima de la
impotencia.”
Esas eran las
palabras que escribía mientras recordaba que a él nunca le había disgustado la
soledad, y que incluso en ocasiones su alma se regocijaba cuando se hallaba en
el más sereno retiro. Ahí es donde radicaba la diferencia. Había descubierto
que no existía un único tipo de soledad. Nunca antes se había parado a pensar
en ello, pero ahora se daba cuenta. La soledad en la que se sumía en aquel
momento gozaba de una atmósfera más pesada. Era densa y le provocaba un
terrible sueño que solo hacía que conducirle a las mismas pesadillas una y otra
vez. En su ser no quedaba ya rastro de esperanza, y su fuerza vital menguaba a
medida que las horas del día resbalaban lentamente, y es que las noches eran lo
peor con diferencia. Cuando la oscuridad lo arropaba, su cabeza tendía a
reflexionar, tan solo haciéndole ver el lado negativo de las cosas. Sufría
delirios de odio, alimentados por la envidia que yacía agazapada en su interior
y que con cierta frecuencia le hería con sus pinchos cerca del corazón,
administrándole un veneno que no hacía más que dar pie a nuevos rencores. Llegados
a tal punto ya no era capaz de distinguir el estado de vigilia del sueño, y
menos aún de ver una salida coherente que le ayudase a escapar de aquel pozo
amargo en el que se ahogaba. Su delirante mente tan solo era capaz de hilvanar
planes en los que la tela de la sensatez se veía salpicada por un sinfín de
agujeros. Pensaba que lo único que sabía con certeza era que cuantas más
vueltas le daba al asunto, más se enredaba, como imponiéndose a sí mismo un
castigo que le atormentaría hasta que perdiera la poca cordura que le quedaba.
Se le había ocurrido
que escribir podría ser la mejor opción para dejar salir todo aquello que
sentía de una manera sincera, pero sin correr el peligro de derrumbarse, pues
las palabras que reflejaba en el papel parecían menos dañinas que las que
salían de su boca. No podía evitar a la vez preguntarse qué sería de ella
¿Estaría pasando por lo mismo? Y si lo hacía ¿con que motivo? ¿Cuáles podrían
ser las fuerzas que impulsan a una persona a clavarse un puñal en su propio
corazón, salpicando al amado con su sangre? La casi inexistente lucidez que
quedaba en la mente de él buscaba incansable las respuestas a esas preguntas,
ya que durante largo tiempo fue capaz de comprender la de ella, hasta el punto
de ver las cosas desde los mismos ojos de ella. Sin embargo esta última jugada le
había descolocado. Le había posicionado en un jaque que él no había sido capaz
de ver, y lo peor es que la estrategia para superar el golpe también se le
escapaba. Lo había puesto todo de su parte pero no había sido suficiente, ya
que todo dependía de ella. Recordaba aún con tristeza la última vez que se
habían ido de viaje, y en el que había depositado toda la esperanza que le
quedaba. También rememoraba con dolor las palabras con las que ella sentenció
su destino, y que todavía hacen que su corazón se resquebraje y se le mojen las
mejillas. “Los viajes no hacen milagros”. En aquel momento comprendió que lo
había dado todo en la batalla, y que el sabor de los únicos frutos que
recogería se parecería más al amargor de la soledad que a la dulzura de la reconciliación.
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